ENTRE EL GRIS Y EL NARANJA


La playa solitaria volvía a tener el perfume de bambú con salitre y las olas traían de nuevo risas pasadas.

En la orilla recordó la vez que miraron juntos el horizonte cambiando de color y al sentir el agua mojando sus pies echó de menos los días que jugaron con los perros y como perros en la arena. Allí, en ese rincón donde la desnudez y el bizcocho de limón casero eran un desayuno perfecto. Y si llueve, que llueva. 

Le gustaban esos instantes de paz en medio de un mundo pandémico, sentirse pequeña entre sus brazos, entre sus manos y como la llamaba siempre con ternura, con esos ojos llenos de bondad. 

Adoraba aquel lugar verde y azul cuando estaba en gris y en naranja. Y le gustaba más cuando él estaba a su lado, besándola entre ese extraño velo del tiempo, donde no era día ni noche. 

Paseando en silencio observó aquel pequeño Edén del que había sido expulsada sin querer.
Las tormentas invernales habían causado desprendimientos en los acantilados que les aislaban del mundo y sólo una paleta neutra de colores acompañaba a ese ejército de árboles caídos como los más valientes guerreros de una feroz batalla. Con una emoción olvidada se preguntó: ¿acaso lo habían sido ellos?
Buscando respuestas, la naturaleza llevó acabo el interrogatorio.
La arena, ahora áspera, le paraba los pies.
El viento resoplaba preguntando ¿Dónde está él?
Silencio. Frío. Niebla.
El mar agitaba sus blancas crestas enfadado por aquella mutua y absurda rendición.

Ella al desnudo abrigó de nuevo sus ruinas blancas con esa coraza, con ese antiguo muro al que ponía un ladrillo más. Una muralla como la que habían caminado juntos de la mano aquella lluviosa tarde de otoño lejos de allí...
Pero ahora era primavera. Él no estaba allí.
Y ella se marchó.

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