La nostalgia de una vida
En
la soledad la lluvia me acaricia.
Desnuda,
noto como las frías gotas van deslizándose a través de las arrugas
de mi piel. El olor a hierba mojada me invita a cerrar los ojos.
Agudizo
mis sentidos. Puedo escuchar su melodía, el latir de la vida.
Estoy
en calma, en ese momento que sólo es mío y de mis recuerdos.
Fue
en una noche como esta cuando empezó todo, aunque nuestra historia
lo hiciese antes. Imagino que debió ser lo de siempre: chico conoce
a chica, chica conoce a chico. Después llegan las citas, las largas
charlas, el cogerse de la mano, las risas, el primer beso...Todo pasa
de manera fugaz.
No
importa cuantos años hace de todo esto. Hoy soy capaz de ver su
rostro con claridad, una vez más, bajo la luz de la luna entre la
oscuridad. Suspiro.
Aun
éramos jóvenes. Él tenía la cara redondeada con piel de porcelana
y esos ojos almendra. Nos mirábamos. Su cuerpo vigoroso recorría el
mío suavemente. Ambos temblábamos pese al calor. Veo de nuevo la
danza de luces y sombras reflejadas en las sábanas y el sudor
cubriendo nuestros cuerpos...
Ahora
se arrodilla ante mi en aquel mirador, abrazados por el
atardecer. En su mano tiene una caja con ese sencillo anillo que sigo
llevando.
Entre
las gotas de lluvia se dibuja levemente una sonrisa. Los recuerdos
continúan.
—Creo
que nuestra pequeña fierecilla tiene hambre —me dice mientras
entre sus brazos balanceaba a nuestra pequeña llorona.
La
cojo para darle el pecho con cariño. Noto la pequeña succión una
vez más. Él nos mira y sonríe. Parece fascinado con nuestro
milagro, tanto que coge su cuaderno de bocetos y empieza a
inmortalizarnos entre sus hojas, con su mirada de artista. Ella se ha
callado y come tranquilamente en ese salón aun medio vacío.
Risas.
Parecen un suave eco, pero todo está en mi memoria.
Escucho
risas en el mismo césped donde estoy. Era un día
soleado y la luz iluminaba todo. A través de la ventana les veo
jugar mientras yo escribo. Padre e hija se rebozan por el suelo. Él
sabe que necesito este espacio para mi y ellos disfrutan de su mutua
compañía.
Me
gusta el olor de la tinta y de la pluma. Me veo escribiendo esos
grandes poemas que tanto me inspiran, con los dedos negros y el
sonido de fondo de mi familia junto con un suave hilo musical.
La
infancia de mi hija fue una luminosa primavera de luz, tinta, juegos
y felicidad. Mi pequeña era mi musa, una que creció ante mis ojos
en un pestañeo.
Llegó
el otoño y ella ya era adulta, como las hojas marrones que bailaban
por el suelo. Su padre y yo nos despedíamos con lágrimas de orgullo. Estábamos ante su propio proyecto de vida. Nosotros,
como cortezas de un árbol milenario cubiertos por las arrugas de la
vida, la dejamos libre. El único que parecía
contento de su partida era Mister Bigotes, que ronroneaba bajo el
sol. Los gatos y su desapego.
Los
recuerdos se vuelven más breves e intermitentes, decenas de
instantes, de lo cotidiano y la rutina, de la compañía y del
cariño, de la complicidad...
Un
día, una fría nieve lo cubrió todo. Era invierno y los dos
estábamos enfrente a la chimenea, bajo esa vieja manta que tanto nos
gustaba llena de bolitas. Él, con las gafas en la punta de la nariz,
leía un libro de cuentos en voz alta mientras yo, escuchando su
grave voz, me transportaba a los mundos que él relataba.
Noto
como mi cuerpo se tensa.
Todo
lo que viene después parece congelarse poco a poco, a cámara lenta:
sin una respuesta de sus labios, el espejo cae de mis manos y se
rompe, en miles de pequeños pedazos, alrededor de los pies
descalzos. Suelo rojo.
Una
gota se desliza por mi rostro. Abro los ojos pero ya no llueve. No
quiero seguir reviviendo el pasado por hoy, ya no encuentro paz. Es
tarde.
Con
el cuerpo mojado por la lluvia, entro en nuestra casa, en nuestro
dulce hogar. Doloroso silencio.
¿Dónde
se escondieron las risas? ¿Volverá el calor? Ahora sólo encuentro
vacío.
Quizás
todo lo importante se lo llevó él, aquella mañana en la que no
despertó.
Comentarios
Publicar un comentario