“EL PESCABERBERECHOS”





A Santi siempre le había fascinado que, por la forma de corazón de los berberechos, en un principio se le diese el nombre de “corazón comestible”. Para él tenía un significado especial, aunque sólo pensaba en eso cuando volvía a casa de sus padres. 

Mientras miraba el sol ocultarse a través de la ventana del autobús, volvió esa morriña hogareña. Un olor a salitre le indicaba que se acercaba a su pueblo natal.

Al llegar, sus padres le esperaban en la parada emocionados. Era una pareja adorable pese a sus cuerpos curtidos por el mar y los años. Tras abrazos y besos, pasearon hasta la pequeña y sencilla casa cerca de la playa.

Después de una noche de cena casera, charla y risas, decidió que al día siguiente iría a faenar con sus padres.
—Hijo, nos vendrá bien —respondió su padre con sinceridad—, tu madre ya no puede ir todos los días a la playa y a mi, cada vez me empieza a costar más.
—La humedad es fatal para los huesos —continuó ella con resignación—, al estar agachada tanto tiempo, la espalda me está pasando factura y a tu padre le pasa algo parecido en las manos, pero aún puede ir tirando.
Santi asintió en silencio. ¿Habría alguna manera de poder ayudarlos?

Esa noche, pese al cansancio del viaje, no pudo dormir atrapado en una red laberíntica mental. 
Ahora que regresaba se sentía perdido, la idea de pertenecer a dos mundos distintos le abrumaba. El trabajo de robótica que había conseguido con mucho esfuerzo en la gran ciudad, aunque le encantaba, le había cambiado. Le faltaba alma. ¿Realmente era así? ¿Estaría allí en busca de respuestas? 

Por la mañana, padre e hijo madrugaron para ir al mar. 
Tiempo atrás, Santi había acompañado a su padre en la barca, pero no recordaba lo sacrificado que resultaba.
Arrastraban el fondo marino con ese rastrillo de mango largo, levantando y vaciando la cesta del extremo, una y otra vez. Días fríos, manos entumecidas, labios cortados.
Cuando volvían a casa cansados, en la orilla de la playa, las últimas mujeres recogían los bivalvos, agachándose una y otra vez. Otras, algo más metidas en el agua vestidas, removían la arena con rastrillos similares a los del barco pero más pequeños.
Santi entendía las dolencias de sus padres. Tenía que hacer algo. 

Al entrar en casa, un olor a caldo embriaga el hogar. Mientras su padre se iba a la ducha y tras dar un beso a su madre, se dirigió a su antigua habitación en busca de inspiración, volviendo a sus orígenes.
Allí estaba, en el cajón de la mesita de noche, su libreta de prototipos llena de colores y anotaciones de cuando tenía diez años. Los primeras ideas de robótica y montaje que había tenido, mucho antes de saber todo el sacrificio que vendría después. Nada de eso parecía importar, él siempre quiso crear artefactos que ayudasen a mejorar la vida de las personas. Todo parecía fácil.

Empezó a pasar páginas: el “pulpo-bayeta”, el “removedor” , “el pescaberberechos”...¡Ahí estaba! ¿Cómo podía estar tan ciego y haberlo olvidado? Se quedó mirando un dibujo de un sistema arcaico de poleas, tornillos y manivelas pintado con infinidad de colores y con anotaciones a lápiz. Sonrió.

Ahora entendía el motivo de estar ahí. Emocionado, con su primer boceto apoyado en el corazón, se dirigió a la pequeña caseta donde tenían las herramientas. Empezó a crear rápidamente el boceto de una versión mejorada del “pescaberberechos”, un artefacto que respetase el fondo marino y no invitase a la sobre explotación del molusco, pero sobre todo, que ayudase a sus padres a realizar su trabajo con facilidad. Todo tenía sentido, tenía alma. Por fin había conseguido juntar sus dos mundos.


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