EL CASO MUFFIN
En
aquella sala blanca se encontraban dos hombres y una mujer. Uno de
los hombres, el corpulento,
llevaba unas cintas atadas a su protuberante y desaliñada barba
mientras observaba con ojos penetrantes a sus dos compañeros. La
mujer joven, de semblante tranquilo, vestía una extraña
indumentaria medieval y sostenía entre sus manos como un tesoro, una
obra de teatro de William Shakespeare. El tercer hombre, con una
gabardina puesta y unas gafas de sol, se sentaba frente a ellos.
—Buenas
tardes. Mi nombre es Casi Miró, detective -—empezó
a decir el
hombre de la gabardina—.
Les he citado aquí después de una exhaustiva
investigación, ya que son mis principales sospechosos.
—Grumete
de agua dulce, dejadme marchar a la Isla Ocracoke, a bordo del
Aventura —dijo el pirata—. El tiempo de los saqueos ya ha pasado
para mí.
El
detective negó con la cabeza.
—No,
señor Barbanegra...
—Capitán.
—El
sabio no se sienta para lamentarse, sino que se pone alegremente a
su tarea de reparar el daño hecho, así pues noble señor. ¿Qué
acontece? Dijo la mujer con su dulce voz.
—Iré
al grano: ayer en el desayuno, desaparecieron misteriosamente los
muffins de mi plato —dijo el detective con voz sería y firme—.
Ustedes son los que estaban más próximos a ellas en la escena del
crimen.
La
mujer se llevó el libro al pecho.
—Así,
¡oh conciencia! De nosotros todos haces unos cobardes, y la
ardiente resolución original decae al pálido mirar del pensamiento
—respondió con un movimiento trágico de la mano.
Barbanegra
y la mujer se miraron.
—Mi
señora, no es cobardía o conciencia. Yo sólo deseo al fin el
indulto real —dijo el pirata, mientras se levantaba
vigorosamente—; y aparece este hombre de vestimenta extraña,
acusándome de un robo insignificante que no cometí y recordándome
que si no mato a un hombre de vez en cuando, se olvidan de lo que
soy.
—Capitán,
en nuestros locos intentos, renunciamos a lo que somos por lo que
esperamos ser —dijo al bravío capitán que notaba cada vez más
nervioso y dirigiéndose al detective, continuó—. Señor Miró,
la vida es una historia contada por un idiota, una historia llena de
estruendo y furia, que nada significa. Antes que nada debe ser
verídico consigo mismo. Y así, tan cierto como que la noche sigue
al día, hallará que no puede mentir a nadie.
—No
soy un idiota ni un mentiroso, me ciño a los hechos y el hecho es,
que ayer me quedé sin mis muffins. ¿Dónde están? ¡Respondan!
Dijo con una voz que parecía ir perdiendo poco a poco el control.
Barbanegra,
empezó a caminar nervioso por la sala, alejado de aquel extraño
detective todo lo que le era posible. Al principio entre susurros y
cada vez más alto entre rugidos, se le escuchaba decir “¡vamos!
¿Dónde está mi cabeza?”.
La
joven se levantó de la silla lentamente, se acercó al bravo pirata
y le agarró del brazo suavemente intentando que éste se relajara
mientras se dirigían hacia la puerta. Allí de pie, antes de salir
de la sala junto al Capitán, se giró y dijo al detective:
—Al
nacer, lloramos porque entramos en este vasto manicomio pues estamos
hechos de la misma materia que los sueños y nuestra pequeña vida
termina durmiendo.
Después,
cerró la puerta dejando sólo al detective en aquella sala sin mirar
atrás.
Allí,
Casi Miró se quitó la gafas. Con el ceño fruncido, su rostro
fantasmagórico sin globos oculares empezaba a enrojecer.
Levantándose, se quitó la gabardina dejándola caer y, agarrando
una silla buscada a tientas, empezó a golpearla sin control contra
el suelo mientras gritaba, una y otra vez, como un niño enrabietado
“¡quiero mis magdalenas, quiero mis malditas magdalenas! ¡Sé que
las tenéis vosotros! ¡Son mías!”.
Antes
de poder autolesionarse y después de notar un pinchazo, sin recordar
cómo ni porqué, se hizo el silencio y la oscuridad al caer en un
profundo sueño.
Cuando
se despertó, sintió que le habían puesto de nuevo esa camisa de
fuerza. ¿Qué había pasado? No recordaba nada. No desde aquel
desayuno, después de haber saboreado esas deliciosas magdalenas.
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